De NOAA Center for Tsunami Research - http://nctr.pmel.noaa.gov/chile20150916/, 
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Más o menos a las 19:54 (GMT -3) de hoy, 16 de setiembre, habrá pasado un año desde la primera vez que temí que podría morir.
Pero morir de verdad: palmar, fenecer, obitar, reventar, fallecer, marchar, pasar a mejor vida. Irme, dejar la Tierra y sus avatares, el tiempo y el espacio, y partir a ver si hay un barbudo, si hay un diablo, si hay un paraíso verde y generoso, una larga fila de almas esperando juicio, o si no hay nada, nada de nada, apagón y hasta nunca.
Morir, en una palabra.

Tanta precisión viene a cuento porque, cuando sea la hora mencionada, se habrá cumplido un año exacto del comienzo de lo que se conoció luego como "El terremoto de Coquimbo", un movimiento de tierra de generosa intensidad (8.4 en la escala de Richter, la que muchos mencionamos pero pocos saben cómo cornos se usa). En este mismo blog publiqué, hace varios meses, una breve crónica ilustrada del acontecimiento, que vivimos con Euge desde el piso 17 de un edificio en Valparaíso, donde el terremoto se sintió con una intensidad de más o menos 6 grados, lo que dicho en criollo, es un montón.

Y la sensación de muerte inminente, el recuerdo que me trae a sentarme y redactar esta publicación, estuvo directamente vinculada a estar en ese piso 17, a unos 38 metros de altura sobre el nivel del mar, porque fue el estar ahí arriba lo que me hizo pensar "¿y si este edificio colapsa?" Y claro, la respuesta era: nos morimos seguro, o con bajísimas posibilidades de sobrevivir (posibilidades además bastante poco auspiciosas si se piensa en las heridas que se pueden recibir en un derrumbe desde tal altura, con otros seis pisos más sobre la cabeza, en una torre de doscientos apartamentos).

Es decir, vino la pregunta "¿este edificio aguantará (estará bien construido, será antisísmico en serio, nadie se habrá salteado los protocolos imprescindibles para ahorrarse unos pesos)? y la respuesta inmediata, en mi cabeza, fue "puede no aguantar, puede no resistir, por uno y mil motivos, y si no aguanta, nos morimos, te morís vos y Euge, se muere mucha gente que está en el edificio".
Y fue raro, porque tuve la certeza inmediata, basada en una lógica bien elemental, que expresada matemáticamente sería "edificio se derrumba=muerte segura" y, frente a esa certeza, hice lo único que pude: guardé la calma, me mantuve todo lo sereno que pude, busqué serenar a Euge, hablamos, planificamos la salida del apartamento para cuando la tierra dejara de temblar: mantuve una calma entregada, como de vaca que mira pasar el tren, como entregado a la circunstancia inevitable de una eventual muerte horrible, buscando pasar cada segundo del instante de la forma más ordenada, desdramatizada y tranquila posible, mientras todo crujía, mientras la sensación de que alguien había salido de la tierra y entrado en la casa, en cada casa estaba presente.

Pasó el temblor, agarramos las cosas básicas que nos pareció adecuado llevar (dinero, pasaportes, disco duro externo, llaves, cargador de celular, creo que un par de medias extra) y bajamos los 17 pisos a una velocidad que sería imposible repetir (a menos que las circunstancias lo sugieran, claro). Abajo nos encontramos con nuestro amigo Juca y dos gringos amigos suyos (amigos de terremoto nuestros desde entonces, claro), con Jesús (no el segundo advenimiento sino el muchacho que vivía y trabajaba en la playa Las Torpedereas) y con mucha gente de la zona que estaba compartiendo la calle y su sensación de haberse salvado, en una especie de alegría maniática contenida pero intensa, general. Fuimos a la ramada del Alejo Barrios, compramos unos anticuchos, tomamos una cerveza y fuimos a pasar la noche a lo de Juca, porque al edificio no se podía volver, ya que había alerta de tsunami (y sí, los males no vienen solos, atacan en batallón). La ola finalmente no vino, el 17 de setiembre amanció soleado, con bastantes réplicas del terremoto, pero con la sensación de que la cosa seguía, que había que volver a casa y seguir adelante, ya que habíamos aguantado.

Sacar conclusiones sería ponerse ridículamente solemne e impreciso, así que para resumir y terminar el relato, agrego dos videos que se me vinieron a la cabeza mientras escribía: éste, y éste (las versiones en Youtube son horribles, pero seguro pueden encontrar un .avi mejor).

Eso sí, esta noche se brinda con pipeño, helado de ananá y granadina, que juntos hacen un trago que, como no podía ser de otra forma, se llama "terremoto".
Salud.