María Yuguero, la curadora de la exposición, me pidió un texto sobre la serie. Esto es lo que pude escribir.

Montevideo
(un ensayo sobre la condición del exilio)

Tengo problemas con cierto tipo de moscas.

Me pasa muy seguido que, en medio del trabajo, aparezca una zumbando, pasando delante de la pantalla, dando vueltas, yendo y viniendo por el taller. Por lo general se trata de un tipo de mosca particular, que no sabría identificar más que como se ve: grande, gorda, lenta, silenciosa, parda y de ojos rojos.

Es una relación de hace tiempo, que ya ha transitado por dos lugares distintos, donde tuve antes mi taller y donde lo tengo ahora.

El encuentro termina casi siempre igual: puteo desde mi asiento, me levanto, agarro un almohadón y aplasto a la mosca contra el vidrio en el que se quedó varada (a veces la aplasto con una alpargata o algo así, pero esos casos son los menos: un almohadón es ideal para matar una mosca porque tiene un área mayor de cobertura y por lo tanto es más fácil pegarle mientras hace sus piruetas). Luego levanto los restos con un papel y, por lo general, le ofrezco a la muerta un último vuelo, tirándola por la ventana. Sí, no es la actitud de un ciudadano ejemplar, pero la mosca merece un último viaje por el aire.

Otras veces, las menos, el encuentro termina con una secuencia de acciones similar: puteada, levantarse, agarrar lo que tenga a mano para aplastar la mosca e ir hacia ella pero, o bien se escapa, o bien intento no matarla y me complico haciéndola salir por la ventana, moviendo cortinas, intentando dirigir su vuelo. Un engorro, pero lo hago y allá marcha la mosca, se va, zafa.

Sea como sea que termine el encuentro, por muerte, escape o expulsión, la mosca siempre vuelve. Y estoy seguro de que siempre es la misma.


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